En ocasiones, hablar de cuidados paliativos genera miedos y dudas. Éstos buscan aliviar el padecimiento físico, psíquico, social y espiritual, priorizando a la persona y su dignidad, respondiendo no solo a las necesidades sino recuperando sus recursos.
La Psic. Ma. Eugenia Gaspary Staff del Servicio de Cuidados Paliativos y del Depto. de Oncología de Grupo Gamma, en el Día Mundial de los Cuidados Paliativos, reflexiona al respecto.
Tengo un trabajo privilegiado. Acompaño personas en procesos de enfermedades crónicas, finales de vida y duelos. Se trata de una práctica profesional de alto impacto subjetivo por el tipo de vivencias que conlleva. Conociendo los sabores de esta perfecta combinación agridulce, elijo no desviar la mirada y facilitar caminos.
¿Cómo es posible desear trabajar con el sufrimiento? ¿Acaso con el propio no es suficiente?
Salir transformada del encuentro con una persona que me permite habitar con ella el tiempo más significativo de su vida me deja en una situación, insisto, de privilegio y de gratitud, no solo en el orden profesional sino personal. La riqueza que puede comportar el vínculo de (mutuo) acompañamiento en un contexto de vulnerabilidad es inconmensurable. Porque lo que allí sucede es que, al final del trayecto, ambas terminamos siendo diferentes a pesar de no perder nuestras identidades.
Similar a otros vínculos de amor, las inevitables huellas calan hondo y son para siempre. Trabajar con la fragilidad humana es gratificante, la retribución recae sobre acompañado y acompañante. Incansablemente corroboramos la relatividad del tiempo cronológico cuando generamos conexiones con otros, aquellos espacios de tiempo –fuera de tiempo- donde podemos construir tesoros, lo único que verdaderamente formará parte del equipaje cuando hagamos el viaje definitivo.
En el País de las Maravillas, de Lewis Carroll, Alicia le pregunta al Conejo Blanco “¿cuánto es para siempre?” y éste le responde que “a veces, solo un segundo”. Hay belleza y verdad escondidas en los segundos que se vuelven eternos.
¿En qué mundo queremos vivir?
Vivimos rodeados de ofertas infinitas, muchas veces tenemos cantidad pero no calidad, volumen pero no grandeza, exceso de ruido y necesidad de silencio. Podemos modificar la fórmula imprimiéndole mayor atención a nuestras rutinas diarias y ralentizando el ritmo cotidiano. Me pregunto adónde vamos cuando estamos apurados y distraídos.
En general, tenemos pocas conversaciones francas sobre nuestras flaquezas humanas y pocos espacios donde poder intercambiar ideas sobre qué y cómo poder hacer con el malestar que nos generan temas como la enfermedad, el deterioro y la muerte.
Sin embargo, todos tenemos responsabilidad por la vida, por la propia a nivel personal pero también por la social a nivel colectivo. El diagnóstico de una enfermedad no golpea únicamente a la persona que se vuelve paciente. También lo recibe el grupo humano que circunda la vida de esa persona como su familia, amigos, compañeros de trabajo/estudio; somos seres vinculares en conexión con los otros.
Aceptar que parte del sufrimiento humano es inevitable y nos reúne a todos en un lugar común, es un gesto de madurez y de amor. Así como la decisión de no huir de allí es un gesto de nobleza y de coraje.
¿Condena u oportunidad?
Reconocemos el sufrimiento y lo acogemos, para acotarlo cuando se puede y acompañarlo siempre. No será dándole la espalda o negándolo por mucho que nos cueste mirarlo de frente.
Entramos en un terreno que requiere respeto y un cuidado exquisito. Para esto es necesario impregnar la escena de atención, a los detalles y al modo de compartirnos. Construimos con palabras, abrazos, silencios y más palabras. Éstas pueden rescatarnos, aliviarnos y elevarnos; o lastimarnos profundamente. La comunicación, incluida la no verbal, tiene un rol protagónico.
Apagamos el ojo para no perdernos en el bombardeo de imágenes y desconectamos el oído para silenciar el ruido que ensordece, y así, conectamos con lo primordial haciendo foco en el reverso de la realidad, que nos trasciende y sostiene. Porque allí es donde podemos ver lo invisible y escuchar lo que no puede ser dicho.
Amar el reverso es apostar por la vida. Implica animarnos a la complejidad de la multidimensionalidad que involucra el cuidar, más allá de que curar resulte o no posible.
Nuestra finitud puede no ser necesariamente motivo de desesperación. También es una oportunidad para reorientarnos ya que nos guía hacia lo esencial, inclusive cuando la muerte es inminente. Aquella persona que ha logrado conectar con el reverso de su existencia, es decir, no solo con la complejidad de la vida sino además con valores como el amor y la compasión, puede llegar al momento de su metamorfosis final con la tarea facilitada.
El estar anclados al Amor nos permite, a pesar de las turbulencias anímicas de los actores, no desvincularnos del reverso de la realidad. Es decir, del costado no evidente de la vida, aquel que nos abraza cuando la habitamos desde nuestra humanidad y que no caduca con nosotros incluso cuando nos toque devolver el cuerpo que nos han prestado.
Confiar en los procesos es confiar en la vida. Como cuando estamos en el lugar correcto en el momento justo en que las circunstancias se forjan de modo tal que un encuentro terapéutico entre dos seres se vuelve posible, bajo la condición de no pretender controlar ni dirigir, sino estando allí acompasando el devenir.
Siento gratitud al acompañar personas que están atravesando estos procesos, cuya última estación, cuando se dá, es la sanación. Me permiten asomarme al misterio de la mano de un semejante que, eventualmente, le toca cruzar antes que a mí. El aroma que queda impregnado en mi memoria tiene un perfume que huele a confianza a pesar de la incertidumbre.
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